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¿Dónde han sido llevados todos los santos verdaderos?

¿Cómo podemos mantener la devoción a los santos y su influencia en el crecimiento de la fe católica?

Para aquellos de nosotros que valoramos los recuerdos de hacer pequeñas visitas a los altares laterales de las iglesias, colocar peticiones a los pies de un santo, ofrecer novenas, encender velas y dejar una limosna, la imagen moderna de las nuevas catedrales e iglesias es desagradable. Los templos tradicionales están cerrando uno tras otro, cientos cada año en todo el mundo. Es posible que la próxima generación de católicos se sienta cómoda mirando paredes vacías o imágenes de “santos” muy modernos y jóvenes, vestidos con ropa informal y calzado deportivo, pero lamentablemente les resultará imposible desarrollar sus devociones y crecer en la fe.

La historia de la Civilización Cristiana solía presentarse en las catedrales a través de las vidas de los santos. Las vidrieras, estatuas y paredes de las iglesias proclamaban que desde la venida de Cristo, los hombres y mujeres verdaderamente grandes eran los santos. Eran nuestros intercesores y patrones.

Cuando un niño era bautizado, generalmente recibía el nombre de un santo, este se convertía en su patrón y modelo. Por ello, no se celebraba su cumpleaños, sino el día de su santo. Cuando crecía y entraba en un oficio o gremio, un nuevo santo lo recibía. Si era curtidor, tenía a San Bartolomé (a quien desollaron vivo); para los zapateros, estaba San Crispín, para los mendigos, San Alexis, para los orfebres, San Eligio. A veces, la imaginación medieval se estiraba para abrazar a algunos santos favoritos de maneras encantadoras: por ejemplo, los carpinteros, cuyo trabajo incluía hacer los tabernáculos en los que se colocaba el ciborio, eligieron a Santa Ana como patrona, argumentando que había hecho el primer tabernáculo, la Bienaventurada Virgen María, que llevaba en su interior al Hijo de Dios.

María Magdalena, quien derramó un frasco de perfume precioso sobre los pies de Nuestro Señor, era la patrona de los vendedores de perfumes. San Julián, que no se negó a recibir a los leprosos, se convirtió en el patrón de los posaderos. Los reyes tenían a San Luis IX y su primo San Fernando III, los papas tenían a San Gregorio VII y San León el Grande, y los caballeros se encomendaban a San Jorge. Incluso los abogados podían encontrar un modelo ideal, aunque el himno dedicado a San Ivo revela una sorpresa con buen humor que seguramente se repetiría hoy: “Advocatus et non latro” (¡Un abogado y no un ladrón!).

La lista podría seguir y seguir. Cada región, cada profesión, cada oficio estaba representado por un santo considerado digno de sentarse a la derecha de Dios. La gente se sentía inspirada a admirar y emular las virtudes, la vida de oración, las hazañas y los sacrificios no del hombre común, sino de hombres superiores al hombre de la calle. Los artistas y escultores que intentaban representarlos trataban de mostrar las diferentes virtudes en cada rostro, para representar un alma, no una abstracción fría. No es de extrañar que las figuras de los santos ocupen un lugar tan importante en las iglesias católicas tradicionales, razón por lo que tantas ventanas y altares laterales están dedicados a ellos.

La gente nunca se cansaba de ver a sus protectores y amigos sobrenaturales, ya que se sentía en términos más familiares con ellos que con muchos de sus propios familiares y amigos terrenales. Cuántas de nuestras iglesias pre-Concilio Vaticano II representaban este mismo espíritu de intimidad y veneración. Consideremos, por ejemplo, la magnífica estatua de San Luis IX en la Catedral de San Luis en Misuri. San Luis, rey de Francia, es ante todo el gran defensor de la Iglesia y la Fe Católica. Un modelo ideal magnífico para los niños y jóvenes que sueñan con empuñar espadas y luchar contra los enemigos de la Santa Madre Iglesia en las Cruzadas. Sin embargo, aquí lleva la Corona de Espinas, más preciosa para él que su propia corona terrenal, ya que era la corona usada por el Rey de Reyes, el Salvador de la Humanidad.

Toda su vida, San Luis tuvo una devoción especial por la Corona de Espinas y la Pasión de Nuestro Señor. Construyó la magnífica Sainte-Chapelle en París para albergar tres espinas de la Corona que Nuestro Señor llevó en la Pasión. Sabía bien que las obligaciones del liderazgo debían entenderse como sacrificio: gobernar significaba que estaba obligado a llevar el peso del reinado y siempre a sacrificar sus propios gustos personales para representar las necesidades y deseos de sus súbditos. Hoy hemos perdido la idea de esta concepción elevada del sacrificio. Muchos de nuestra época asumen que un hombre debería poner la riqueza y el poder a su servicio y placer. Esto es completamente diferente de la noción nacida de la Civilización Cristiana en la Era de la Fe.

Obviamente, un hombre como San Luis podía ordenar a los señores más poderosos de Francia, pero al mismo tiempo elegía servir a los hombres más humildes, lo que solía hacer una vez al año, cuando solía servir personalmente en una mesa de pobres de París. Esta tradición católica se llamaba la Fiesta de Deposuit, en referencia al Magníficat de Nuestra Señora, cuando cantó: “Deposuit potentes de sede et exaltavit humiles” (Derribó a los poderosos de su trono y exaltó a los humildes). Gobernar era servir, abrazar la Cruz, y este modelo-ideal perduró para todos los gobernantes terrenales.

En estos tiempos, en los que la luz que iluminaba a la Civilización Cristiana desde San Pedro se encuentra casi extinta, donde los modelos y la teología que se nos proponen, no hacen más que encaminarnos hacia obscuros senderos, que nos apartan lejos de la luz de la verdad, dirijamos nuestras miradas hacia los santos de siempre: verdaderos amigos del Señor, modelos de caridad y de virtud, y dejemos que aquella misma luz que iluminó sus vidas, se convierta en faro seguro de las nuestras. Que así sea, por Jesucristo Nuestro Señor.

Con información de Proyectoemaus.com