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¿Vivimos en tiempos de agresiones y insultos sistemáticos?

¿Cómo podemos evitar juzgar y condenar a los demás, recordando que todos somos vulnerables a cometer errores?

En nuestra sociedad actual, es común ver cómo somos rápidos para condenar y juzgar a los demás, pero muy lentos cuando se trata de evaluar nuestras propias acciones. Nos volvemos primarios y viscerales al señalar las fallas de los demás, pero somos lentos y hasta cínicos cuando se trata de justificar nuestras propias debilidades. Vivimos en una época en la que las agresiones y los insultos son moneda corriente; pasamos la mayor parte de nuestro tiempo peleando, discutiendo, criticando y ofendiendo a los demás. Parece no haber forma de controlar estos arrebatos que nos llevan constantemente a ofender, condenar y burlarnos de los errores de los demás. Esto se debe, en gran parte, a una mentalidad que nos lleva a condenar fácilmente a nuestros semejantes. Nos vemos arrastrados por la vorágine del ambiente político, un ambiente que nos sumerge en la ofensa sistemática y el desprecio hacia los demás. Basta con observar el discurso político, los medios de comunicación y las redes sociales para darse cuenta de la magnitud del problema y la complejidad del momento que vivimos. El nivel de insultos y descalificaciones es alarmante. La paciencia, la cordura, la caridad, el discernimiento, la ponderación, el escrutinio, la sensatez y el sentido común parecen haber desaparecido. Incluso la piedad frente a los errores y las desgracias de los demás se ha volatilizado. Cuando nos enfrentamos a esta realidad, es necesario reflexionar sobre algunas recomendaciones basadas en la espiritualidad cristiana. Antes de condenar y juzgar a los demás, debemos detenernos y considerar si no estamos proyectando nuestras propias fallas sobre ellos. Es posible que estemos criticando aquello que también es nuestro problema. Es crucial reconocer que todos somos imperfectos y susceptibles de caer en los mismos errores. Podemos estar en este momento libres de determinadas faltas, pero no hay garantías de que no caigamos en ellas en el futuro. Somos humanos, vulnerables e imperfectos. Esta conciencia nos debería llevar a ser más prudentes, humanos y caritativos al señalar las faltas de los demás. La misericordia debe convertirse en un imperativo para nosotros. Nuestra vida no puede ser comprendida sin tener en cuenta la misericordia de Dios, que nos ha mirado con ternura y comprensión, incluso en los momentos en que menos lo merecíamos. Si hemos recibido esa medida de misericordia, debemos aplicarla también hacia nuestros prójimos. No podemos permitirnos ser peyorativos y críticos sin caridad hacia nuestros hermanos, cuando hemos sido tratados de manera exquisita por la misericordia divina. Además, podemos tomar como ejemplo a los santos y buscar la gracia del buen humor. No debemos tomar las críticas tan a pecho ni permitir que el orgullo nos gobierne, ya que la ira nubla nuestra cordura e inteligencia. Muchos santos han demostrado tener un sentido del humor admirable incluso en situaciones trágicas. Tomás Moro, por ejemplo, mantuvo su fino sentido del humor hasta en momentos de peligro inminente. Mientras caminaba hacia el martirio, bromeaba con el verdugo y mostraba una cordura de espíritu envidiable. Del mismo modo, otros santos como san Josemaría Escrivá de Balaguer y Madre Teresa de Calcuta mostraron su sentido del humor incluso en situaciones difíciles. El buen humor tiene el poder de transformar un insulto en motivo de risa y alegría. Es posible cambiar la perspectiva frente a las críticas y no permitir que nos amarguen la vida. Somos seres imperfectos, todos del mismo barro. Volvamos a la misericordia y a la caridad cristiana para liberarnos de este ambiente agresivo impulsado por el discurso político.

Con información de es.catholic.net