La necesidad de guardar los mandamientos de Dios

Meditación de la palabra dominical – Domingo XXII del Tiempo Ordinario – Ciclo B



Del libro del Deuteronomio 4,1-2.6-8

De los salmos 14,2-3a.3bc-4ab.5

De la carta del apóstol Santiago 1,17-18.21b-22.27

Del santo evangelio según San Marcos

Meditación de la palabra dominical – Domingo XXII del Tiempo Ordinario – Ciclo B

 

Del libro del Deuteronomio 4,1-2.6-8

De los salmos 14,2-3a.3bc-4ab.5

De la carta del apóstol Santiago 1,17-18.21b-22.27

Del santo evangelio según San Marcos 7,1-8.14-15.21-23

 

La palabra de este domingo pone nuestras miradas en los mandamientos de Dios. Muchos creen que estas leyes no son absolutamente necesarias para ser un auténtico cristiano, pues la tildan de antiguas y cáducas con fecha de terminación en la antigua alianza. Nada más falso que este pensamiento. Veamos algo.

Los hombres somos libres, hemos sido dotados de razón por iniciativa y benevolencia divina, tenemos una voluntad propia que nos permite optar por algo o negarlo, según nuestra propia conveniencía u otras influencias externas. En vista de que el hombre es libre y susceptible a diversas influencias que moldean su voluntad, los mandamientos son el carácter objetivo que modera nuestra conducta para que sepamos que hacer, y que no debemos hacer. Sin las leyes actuariamos muchas veces como seres irracionales, análogo a los animales, pues sólo cuando actuamos razonablemente somos verdaderamente libres y humanos, que conste, que los actos razonables no pueden prescindir de la ley que los modera, y por lo tanto, los conserva en la razón, porque el pecado es un acto contrario a la razón, ya que es deshumanizante.

En la primera lectura recibimos el mandato de cumplir los preceptos del Señor, pues ellos son nuestra “sabiduría e inteligencia” y sólo así podremos vivir y entrar a la tierra que el Señor nos da, que es el cielo. No podemos añadirles ni quitarles nada, pues desfigurariamos el resplandor de sabiduría que brota de estos mandatos, y haríamos los mandamientos una cosa nuestra, obviamente los desfigurariamos a nuestra conveniencía, pues nuestra carne inclinada al mal siempre busca saciar sus apetencias cueste lo que cueste. Hoy estamos viviendo tiempos en los que nuestra sociedad, e incluso muchos miembros de la Iglesia, buscan desfiguar los mandamientos para saciar sus perniciosas tendencias, para justificar erradas doctrinas y comportamientos morales desordenados. Hay que tener mucho cuidado con esto.

Estas leyes están escritas en nuestro corazón desde que fuimos creados, es la ley natural, la razón, o el sentido común como muchos le llaman. Por ellas podemos discernir lo que es bueno y lo que es malo sin conocer los 10 mandamientos, todos habremos experimentado estas leyes alguna vez en nuestras vidas, es decir, la voz interior que nos dice que algo esta mal o algo esta bien; sin embargo, esta ley natural no es suficiente para hacer un adecuado discernimiento, pues como ya he mencionado, nuestra libertad herida por el pecado tiende al mal, y nuestros muchos pecados han nublado nuestra consciencia hasta el punto de oscurecer la ley natural. Por eso Dios nos dio la ley escrita, los mandamientos. Estos preceptos son la forma explícita y objetiva de la ley natural, se contienen en el decálogo y son 10, ya los conocen. Pues bien, debido a que la ley en sí misma no nos da la fuerza para guardarlos ni tampoco nos atraen hacia sí por sí mismos, sino que estamos inclinados a hacer el mal, con Jesús hemos recibido la “ley del Espíritu”. El Espíritu Santo es la fuerza que nos impulsa a guardar los mandamientos y hace la contrabalanza a nuestra inclinación al mal.

Habiendo dicho esto, no podemos engañarnos a nosotros mismos escuchando la Palabra de Dios sin cumplirla. Pues la fe exige que obremos para que sea real. El mismo Apóstol Santiago nos dirá más adelante que una fe sin obras es una fe muerta. Resulta ser que hoy está de moda aquello de que ser una buena persona e ir a misa los domingos es suficiente para ser cristiano, y lo que ocurre con esto es que el criterio de “buena persona” no se funda en la persona de Cristo, que guardo los mandamientos y nos enseñó a hacer lo mismo, sino en el propio criterio personal, o como ocurre con frecuencia, en el criterio social. Este criterio se basa en los pensamientos mundanos modernos, que tratan de formular una moral que no toma en cuenta lo trascendental, sino lo pasional; y por lo tanto, temporal. Lo cierto es que los mandamientos son para guardarlos todos, no unos cuantos, pues no son un menú en el que nos podemos dar el lujo de escoger lo que nos llama la atención y lo demás desecharlo, ya he mencionado en mi artículo: “las fe’s desordenadas” la cuestión sobre los cristianos de cafeteria.

El Apóstol Santiago dice que la verdadera religión es “visitar huérfanos y viudas en sus tribulaciones y no man­charse las manos con este mundo.” Es una forma abreviada de exhortar a las primeras comunidades cristianas a ser coherentes guardando los preceptos de Dios y no contentarse simplemente con la escucha . Algunos podrán tomar esta cita para justificar la suficiencia de las obras de caridad, desdeñando de la oración, el culto y los sacramentos. Esto es una herejía llamada “activismo” que ya fue condenada hace siglos. Lo cierto es que la caridad no se limita a este tipo de actividad, sino que también comprende “santificar las fiestas”, que es el tercer mandamiento. La oración privada, la participación en la misa y el apego a los demás sacramentos son formas explícitas de obediencia a los mandamientos. Las buenas obras hacia los demás no pueden desligarse de esta dimensión de nuestra espiritualidad. Jesús no sólo practico la caridad con los demás, sino que también oraba y participaba del culto como todo buen judío.

En el evangelio Jesús reprende a los fariseos por enfocarse en sus propias tradiciones, prescindiendo del cumplimiento de los mandamientos de Dios. Podemos decir que muchas veces nos concentramos en muchas cosas mundanas creyendo que estamos viviendo bien, y no nos damos cuenta de que no le prestamos atención a los mandamientos de Dios. Incluso dentro de nuestro mundo eclesial, es frecuente que nos enfoquemos en cosas superficiales y nos olvidamos de lo esencial. Por ejemplo, es común el católico de misa diaria que no practica la misericordia ni se acerca a la misericordia (Sacramento de la reconciliación); no practica la ascesis y le falta el respeto a su prójimo sin necesidad. Es evidente que algo anda mal, pues se ha aferrado a su tradición de participar en misa todos los días, lo cual en sí mismo es bueno y loable, pero su religiosidad no pasa de ahí, lo demás no le interesa… ¡Hipócritas, les llama Jesús!

Hermanos y hermanas, no podemos alabar a Dios sólo con nuestros labios dejando nuestro corazón hacia un lado. Amar a Dios es guardar sus mandamientos (Cf. Jn 14, 15); por lo tanto, seamos coherentes y dejémonos de niñadas, que los mandamientos son un yugo ligero y una carga ligera. Quien verdaderamente quiera amar a Dios de corazón, que guarde sus mandamientos, esto es lo que tenemos que hacer todos nosotros.


Carlos Ventura O. P.

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